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III Domingo de Cuaresma Ciclo B

LA CASA DE MI PADRE | Jn 2,13-25


Uno de los episodios más conocidos de la vida de Jesús es la expulsión de los mercaderes del Templo. De alguna manera, es llamativo ver como el hombre que promueve la paz y la reconciliación se muestra alterado, expulsando a la fuerza a la gente que negociaba en el Templo de Jerusalén. Pero más allá lo llamativo, para los que somos sus seguidores, nos debe inquietar aquello por lo que el Señor se alteró de tal modo que debió tomar unas cuerdas y dar azotes a los cambistas hasta que desalojaran el lugar.


Estaría mal entender que la crítica de Jesús va en la línea de valorar el Templo únicamente como un espacio sagrado que está siendo profanado por realizar una actividad comercial allí. Fijamos nuestra atención en el lugar y no en lo que realmente ocurre entre las personas a partir de ese lugar. Lo grave no es que se vendan unos a animales o cambien unas monedas en el Templo, sino para qué se venden esos animales y para qué se cambian esas monedas, sea dentro o fuera del Templo.


Muchas veces la escena esta descontextualizada: El Templo de Jerusalén era enorme y tal actividad comercial debía ocurrir a la salida del Templo, de modo que el problema no era el ruido y el desorden que podian causar los mercaderes a las personas que iban a orar, sino la pretensión de tal actividad. El problema de los mercaderes del Templo es que colaboraban con un sistema religioso corrupto. La gente debía ofrecer animales para purificar sus pecados y debía pagar por ellos, pero como no podía entrar la moneda del César por tener su imagen, debían cambiarla por la moneda del Templo que sí era admitida dentro. Todo un sistema que perpetuaba una relación con Dios exterior, donde quienes pudieran pagar por el perdón de sus pecados podían salir de allí justificados, mientras que los pobres y enfermos (pecadores por condición) quedaban excluidos de la Salvación de Dios. Eso es lo que denuncia Jesús a pleno grito a sabiendas de que le costaría la muerte.


Reducir lo sagrado a un lugar es decirle a Dios que el resto de la creación no es sagrada, lo cual es una infundada pretensión humana (Is 66,1). Sagrada es para Jesús la persona humana, tanto así que pone por encima del Templo a su propia persona que será crucificada por los líderes politicos y religiosos pero exaltada por el Padre. De modo similar, los que hemos nacido con Cristo a la vida del espíritu por medio del bautismo (Jn 3,5), creemos que nuestro cuerpo también es verdadero Templo del Espíritu Santo (1 Cor 6,19). Sagrada es para Jesús la relación gratuita del hombre con Dios, una relación que está mediada, pero no mercantilizada ni reservada a un lugar específico. Es decir, a Dios no se le compra con sacrificios, ritos o manifestaciones religiosas, a Dios se le acepta mediante la conversión de corazón. Por eso, creer que con signos externos se consigue su perdón, es una farsa que Jesús no está dispuesto a tolerar, y menos a sabiendas que hay quienes se benefician y lucran con ellos a costa del sacrificio y el sufrimiento de otros, especialmente de los más pobres.


Los templos cristianos, no son importantes porque sean lugares que se separan del mundo "profano", sino porque son lugares de encuentro entre las personas con Dios. Son espacios que posibilitan la aceptación de la gracia de Dios sin que tenga que mediar el dinero para ello. (Lo que no significa que no requieran del aporte monetario de sus miembros para cubrir los gastos de manutención). La verdadera aceptación de Dios no se da en el Templo, aunque éste pueda facilitar las condiciones para ello, sino en el corazón. Ahí es donde se libera la verdadera batalla entre el bien y el mal. Esos espacios que sabiamente la Iglesia reserva para la oración, el encuentro comunitario, la enseñanza y la celebración de la fe, no pueden en modo alguno entenderse como espacios exclusivos en donde Dios derrama su gracia en el corazón de los hombres, ni tampoco pueden entenderse como lugares donde se pueda acallar la conciencia ante el sufrimiento de los demás al dar de lo que sobra en campañas de ayuda y recolección de fondos para los necesitados. Mientras no nos hagamos hermanos unos de otros, mientras no pidamos perdón a Dios con sincero arrepentimiento, mientras no extendamos la mano a los débiles, mientras no nos reconciliemos y perdonemos entre nosotros, no habrá expresión ritual que agrade verdaderamente a Dios. Sólo podremos hacer nuestra ofrenda ante el Señor cuando nos hayamos reconciliado con el hermano (Mt 5,23-24).

LA CASA DE MI PADRE

Música y letra: Javier Brú

Próxima la Pascua, subió a Jerusalén

y encontró en el Templo, mercaderes por doquier.

Era un gran negocio el favor de Dios vender

falsos propietarios ostentaban su poder.

Bueyes y palomas, ovejas y dinero,

rituales, sacrificios, tantos pobres sin acceso.

Jesús, al ver aquello, las mesas arrojó.

Con cuerdas, dando azotes, expulsándolos gritó:

LA CASA DE MI PADRE ES CASA DE ORACIÓN

Y LA HAN CONVERTIDO EN CASA DE LADRONES

TARIFANDO SU FAVOR EL TEMPLO HAN DESTROZADO

MAS YO LO LEVANTARÉ Y ALLÍ DIOS SERÁ ENCONTRADO.

Tal como lo predijo, el Templo un día cayó,

pero al crucificado, el Padre lo exaltó.

En tan sólo tres días, Jesús resucitó,

y es Templo y es camino que nos conduce a Dios.

Con Dios no se negocia comprando sacrificios

Él ve los corazones, humildes y contritos.

El templo más sagrado está en el corazón

pobres y pecadores, si aman, tendrán perdón.

“El celo de tu casa me consume”

Nadie puede el perdón de Dios vender

pues Él por nuestras culpas ya ha pagado

y nadie más podrá a Dios esconder.

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