IV Domingo de Cuaresma Ciclo B
HAY QUE NACER DEL AGUA | Jn 3, 14-21
El evangelio de Juan nos dice que, así como quienes miraban a la serpiente de bronce levantada por Moisés en el desierto se salvaban, quienes ponen los ojos en Jesús se salvan, lo mismo que nos dice la Carta a los Hebreos (Hb 12:1-2). Pero ¿qué significa fijar lo ojos en Jesús?
Hay quienes sostienen que la sola confesión de fe basta, no obstante fijar los ojos en Jesús transforma la propia vida y nos hace obrar en consecuencia (Santiago 2,18), pues “no todo el que me dice Señor, Señor podrá entrar en el reino de los cielos” (Mt 7,21). A diferencia de la serpiente de bronce, mirar a Jesús implica una relación con una persona concreta a la que ajusticiaron en una cruz, la cual es escándalo para muchos, pero salvación para quienes creemos en Él (Cor 1,18; Gál 6,14). Pero contemplar al crucificado separado de su vida es negar al misterio de la Encarnación de Dios. La muerte es la consecuencia de una vida entregada al anuncio del Reino de Dios, por eso, mirar al crucificado en clave salvífica es mirar a la persona de Jesús en sus relaciones con los demás y en su relación filial, única, con Dios Padre. Vista así la cruz es luz que alumbra el misterio salvífico de Cristo. Como bien dice el Magisterio Eclesiástico: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22)
A partir de ese modo relacional, sabemos también que hay quienes, aún sin profesar expresamente su fe en Jesús como Mesías y Señor, viven relaciones de fraternidad según el querer de Dios (ver LG 16; GS 22). Son aquellos a quienes el Señor dirá “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”(Mt 25,34), no porque hayan confesado con la boca que Cristo es Señor (Rom 10,9-13), sino porque lo hicieron con sus buenas obras. Según el Señor, es más importante la confesión de obras que la de palabras (Mateo 21:28-31). Por eso “La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas. Todo aquel que hace el mal, aborrece la luz y no se acerca a ella, para que sus obras no se descubran. En cambio, el que obra el bien conforme a la verdad, se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios'' (Jn 13,19-21)
Mal podríamos entender que la fe en el misterio salvífico de Cristo en la Cruz sea una cuestión intimista, una experiencia únicamente devocional sin implicaciones sociales o comunitarias. Mirar a Jesús es contemplarlo en el Calvario, pero también es contemplarlo entre los débiles, los excluidos, los pobres. Solamente poner la mirada en el rostro sufriente de Cristo nos permite sanar de nuestra ceguera y abrir los ojos a la vida de la fe que va acompañada de obras de misericordia, a nacer de nuevo a la vida del Espíritu, de la Gracia. Es ese cambio de mentalidad (metanoia) sin el cual no se puede entrar en el reino de los cielos. En Jesucristo crucificado, Dios nos muestra la verdad en un mundo que no quiere reconocer el reino que se ha hecho persona en Cristo. Él es la luz que alumbra las tinieblas de nuestra ceguera espiritual, tan centrada en las formas religiosas y tan alejada de la libertad necesaria para acoger al que sufre, para buscar a los apartados por el pecado, para amar sin temor a mancharnos por la “impureza” de los otros (Lc 10,35-37). Así como el buen Nicodemo, quien creía que Jesús enseñaba con sabiduría, pero no entendía cómo todo lo aprendido de poco le servía ante la verdad de su persona. A veces, tanto saber, nos aleja de la realidad que requiere acciones concretas y simples que muchas veces son postergadas por buscar un bien mayor que termina quedando en proyecto. Esa es la condena: Cerrarnos ala experiencia del amor de Dios y negarla a otros. Dejarnos llevar por relaciones falsas que nos alejan del respeto por nosotros mismos y por la creación. La condena es cerrar los sentidos ante el sufrimiento de los hermanos que hoy son levantados en sus cruces. Nuestra omisión nos hace cómplices silentes de sus sufrimientos y nos condena a vivir alejados de la luz para no ver nuestro pecado.
Tememos, como es lógico, al dolor, al sufrimiento y la muerte, pero el crucificado nos muestra que ese “veneno” como lo representa una serpiente, es la cura, así como lo fue la serpiente de bronce en el desierto. Pues “El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda la vida por causa mía y por aceptar el evangelio, la salvará” (Marcos 8:35).
Por último, te invito profundizar en la fe, y a conocer más al Señor, para que sea fuente viva que te anime a más amarlo y seguirlo, no sea que estés siguiendo a un Jesús diferente al crucificado… Te propongo contemplar al que antes de que pusieras tus ojos en él ya había puesto sus ojos en ti desde el principio de la creación (1 Jn 4,19; Ef 1,3-10). Para ello puedes contemplar cómo Jesús miraba con compasión a la gente que andaba como ovejas sin pastor (Mt 9,36) o cómo miró con amor al joven rico antes de que se marchara entristecido (Mc 10,21) o cómo miró a Pedro después de que éste le negara (Lc 22,61) y así, contemplar cómo una tras otra, la mirada de Jesús va tocando la vida de tantos.
HAY QUE NACER DEL AGUA
Músca y letra: Javier Brú
Lo buscó una noche Nicodemo temiendo que lo pudieran ver
y le dijo: “Sé que Dios te ha enviado pues tus signos sólo vienen de Él”
“Nicodemo te aseguro: quien no nazca de lo alto su reino no podrá ver”
Mas pregunta el fariseo: “¿Cómo nacer siendo viejo? ¿Quién puede a un vientre volver?”
“HAY QUE NACER DEL AGUA A UNA NUEVA VIDA ESPIRITUAL
DIOS SOPLA COMO EL VIENTO QUE OYES SIN SABER A DÓNDE VA.
SU OBRAR ENTRE NOSOTROS HEMOS VISTO,
Y AUNQUE USTEDES NO ACEPTEN SU VERDAD,
TAN SÓLO A DIOS CONOCE QUIEN DEL CIELO HA BAJADO
A MOSTRAR SU REINO DE FRATERNIDAD”.
Así como Moisés en el desierto la serpiente al pueblo levantó
Así se elevará el Hijo del hombre para que vida encuentre quien crea en Él.
Y es que ha amado tanto Dios al mundo que le envió a su propio Hijo para ser salvo por Él
Él es luz de Dios que las tinieblas vence por las buenas obras de los que hacen su querer.